Rastros vascos en la historia del Perú

Archivo Igartua

igura muy destacada de los primeros años republicanos fue don Hipólito Unanue, prestigioso intelectual e investigador médico, originario del puerto de Mutriku
Figura muy destacada de los primeros años republicanos fue don Hipólito Unanue, prestigioso intelectual e investigador médico, originario del puerto de Mutriku

Si grande fue la presencia vasca en la Conquista y Virreynato del Perú, también esta se hizo presente y con mucha fuerza en la formación de la República peruana. Por lo pronto, de los nueve jefes peruanos que acompañaron a Bolívar y Sucre en las batallas que sellaron la independencia americana (Junín y Ayacucho) cinco eran de origen vasco (La Mar y Cortázar, Gamarra, Salaverry, Vivanco y Orbegozo). Y la figura más respetable, más reposada e ilustrada, más lúcida y por completo desinteresada de figurar o de lucrar con la política fue un vasco-criollo, don Hipólito Unanue, prestigioso investigador médico originario de Mutriku. Participó con severa serenidad en el Primer Congreso Constituyente de la naciente república (Congreso iniciado con misa celebrada por el Dean Echague y del que fue su secretario Francisco Javier Mariátegui, una de las estrellas parlamentarias de aquellos años aurorales); pero a Unanue no se le puede encasillar como congresista, fue un sabio, un representante de la ilustración en esa aristocratizada sociedad limeña, que lo encumbró gracias al apoyo de las poderosas familias de los Landaburu. Sin embargo, su liberalismo secularizado no lo aleja, como apunta el historiador Jorge Basadre, de la recia fe de sus antepasados y en sus memorias «Mi Retiro» escribe: «en medio de esas convulsiones (de la ciencia y la filosofía) en las que me he considerado un átomo vagando en la inmensidad de la naturaleza, un fuerte sentimiento religioso me levanta siempre hacia Dios; y experimento no se qué aliento de seguridad y grandeza».

Ese espíritu abierto, espiritualmente refinado, llevó a Unanue, junto a otros hijos de vascos como él (José María Egaña y José Javier Baquíjano) a fundar en 1787 una «Academia Filarmónica», academia que después, inspirados en la Sociedad Bascongada de Amigos del País, transformaron en «Sociedad Amantes del País», editora de «Mercurio Peruano«, revista que fue embrión de la conciencia cívica del Perú que estaba en gestación y promotora de las ciencias y letras peruanas. También, en esos años virreynales, Unanue fundó «Verdadero Peruano» y «Nuevo Día del Perú», dando prueba de cómo iba formándose en su mente la idea de Perú como nación independiente, aunque esa idea no surgió de una explosión emotiva, fue evolucionando en su pensamiento de una posición reformista, de convivencia entre peruanos y españoles, hasta la inevitable independencia. Estuvo en su proclamación y fue ministro de Hacienda de San Martín, quien dijo «el viejo honradísimo y virtuosísimo Unanue fue uno de los consuelos que he tenido en el tiempo de mi incómoda administración». Sin embargo, Unanue estuvo más estrechamente unido a Bolívar, ganado por el brillo intelectual del Libertador y por la idea de formar una sola comunidad de pueblos latinoamericanos.

Si Hipólito Unanue destacó como el virtuoso e ilustrado consejero de la nueva república, otros vascos de origen destacaron también, como el citado Mariátegui, en el campo político y parlamentario. Es el caso de Manuel Salazar y Baquíjano y de Manuel Lorenzo de Vidaurre, personalidad fuerte y contradictoria, prototípica del carácter vascongado, quien también estuvo entre los partidarios de Bolívar en las horas álgidas del desgobierno que siguió a la retirada de San Martín. Pero en esas fieras y revueltas épocas el poder sólo en teoría emanaba del pueblo. La voluntad popular era pura ficción. El poder lo ejercían las armas y los militares eran los que fijaban la política del país. Y en este terreno los vascos abundaron y destacaron. Por ejemplo, los cinco generales vasco-peruanos vencedores en Junín y Ayacucho fueron presidentes del Perú; a los que hay que añadir al general Rufino Echenique, quien también fue presidente en aquella etapa de formación republicana. Echenique era originario del Baztán.

No todos, sin embargo, eran militarotes de cuartel, al contrario, ninguno de ellos figuró en los salones limeños sólo por su rango político o militar. Y algunos hubo que más se distinguieron con la pluma que con la espada. Es el caso del infortunado coronel Juan de Berindoaga, que fue ministro de Tagle (el segundo fugaz presidente) y uno de los que indecisamente quedaron en el puerto de El Callao junto a los ricos aristócratas limeños que primero se unieron a la independencia con fervor patriótico, pero que luego, al sentirse desplazados por el vendaval de la historia, reaccionaron contra el estallido de la anarquía y el surgimiento de la «plebe», refugiándose en el puerto al lado de la fortaleza que no había rendido el realista Rodil. En esas circunstancias el coronel Berindoaga se vio obligado a escribir en los periódicos realistas «El Desengaño» y «El triunfo del Callao». Resultado de estas indecisiones fue que, capturado en una chalupa yendo hacia un barco chileno en busca de asilo, resultó enjuiciado y ahorcado en la Plaza Mayor de Lima, junto a otro contrario a Bolívar. Los cuerpos quedaron a la vista del público durante todo un día. Otro de los oficiales que se opuso a Bolívar y a los colombianos que lo acompañaban, Manuel de Aristizabal, acabó también ahorcado en la plaza y su cuerpo reposa en el Panteón de los próceres peruanos, junto a los de Iturregui, Arriz, Cortazar, Ugalde y de algunos vascos más.

El Puerto del Callao a principios del siglo XIX
Fuente: Archivo Fotográfico del Diario el Comercio (Lima)

José de la Mar y Cortazar (vasco por parte de madre y padre), otro militar que sí era bravo hasta la temeridad en los combates, vencedor en Junín y Ayacucho, no se hallaba con ánimo de ejercer el mando en la vida civil y, sin embargo, fue elegido por el Congreso presidente del Perú al retiro de Bolívar. Carente de ambición, hombre limpio, bien educado, sin astucia ni trastiendas creyó su deber dejar que el Congreso gobernara y él organizó un ejército para fijar los límites del Perú frente a Colombia. Esa expedición fue un desastre y él terminó traicionado por su compañero de armas, Gamarra, y desterrado en Costa Rica. Donde murió acompañado por su soberbio caballo, su mascota (un chivo) y sus seis esclavos negros que cargaron el ataúd hasta su tumba.

Antes de morir La Mar, viudo, sin hijos, abandonado en Cartago (Costa Rica), se casó por poder con su sobrina carnal Angela Elizalde, la que nunca lo conoció en el sentido bíblico, por lo cual, al morir, fue amortajada de blanco y con palmas, como a las vírgenes.

En una carta a Vidaurre, respondiéndole a sus insistencias para que asumiera la presidencia, La Mar se autoretrata: «habiendo que hacer bienes para la humanidad…. no tengo capacidad para hacerlo… Es una fatalidad, es un compromiso horrible que se me supongan recursos para encargarme de semejante mando; y no es justo que yo abuse de este error de concepto para perjudicar al Perú, para perjudicarme a mi mismo; es, por fin, la mayor desgracia para mi, que por no pasar por obstinado, cuando no por algo peor, vaya a Lima, como ya me estoy disponiendo, seguro de ir a perder el aprecio que me dispensan algunos hombres honrados, que han penetrado los sentimientos rectos de mi corazón».

En esta limpísima confesión se retrata el alma buena y refinada de un hombre tímido hasta el extremo de parecer depresivo, pero decidido a cumplir con lo que cree es su deber, un deber que se lo imponen.

De José de La Mar y Cortazar hace Jorge Basadre, el más lúcido historiador peruano, esta breve y bella estampa: «La guerra a que se lanzó no tuvo éxito. Sin embargo, al lado de las turbulencias y pecados que después imperaron, su figura, purificada por el infortunio y el destierro, resultó engrandecida. Y su gloria ha quedado sin fervores y sin envidias, sin apasionados ni detractores, gloria pálida que surgiere el respeto y quizá también la piedad». Quién sabe, añado yo, no tanto lo último y sí la lección de pulcritud cívica.

Agustín Gamarra, ambicioso, audaz, inescrupuloso, político con metas definidas, destituye en su cara a su amigo y se hace (no lo hacen) presidente, con base en intrigas, alianzas y traiciones. Pero no está solo don Agustín. A su lado, ordenando, mandando, imponiéndose, está su mujer doña Francisca Zubiaga, hija, según Basadre, de un «comerciante español de origen vizcaino y de una dama cuzqueña». Otros, al padre lo hacen militar, pero más confiable es la opinión de Basadre, que encaja con la principal actividad de los vascos en tierra americana.

Francisca Zubiaga (1803-1835) Autor desconocido. Museo arqueólogo de Historia del Peru
Francisca Zubiaga (1803-1835)
Autor desconocido. Museo arqueólogo de Historia del Peru

Ésta, doña Francisca Zubiaga, «La Mariscala», es todo un carácter, que en algo se asemeja, por su imponente personalidad, a Catalina la Grande, pero, por, otro lado, su vida aventurera también tiene similitudes con otra vasca que logró fama en el Perú, doña Catalina de Erauso, la Monja Alférez. Hay con la última tantas semejanzas que los opositores a doña Francisca, feroces odiadores, pusieron en el teatro para denigrarla una pieza titulada «La Monja Alférez». La indirecta era tan directa que el teatro fue clausurado y los empresarios y artistas detenidos.

Pero el tema de estas dos mujeres que comienzan de monjas y terminan vistiendo y actuando como varones de pelo en pecho, es tema largo que merece capítulo aparte.

De la época hasta aquí tocada hay figuras vascas que son señeras de la historia peruana. Entre ellas, otros dos de los vencedores de Junín y Ayacucho que representaron en momentos distintos el ánimo juvenil por la renovación política. El primero fue Felipe Santiago Salaverry, joven, impetuoso, aventurero (a los 14 años estuvo en la guerra emancipadora), quien removió el sentir rebelde del pueblo y lo lanzó a la lucha por un Perú nuevo. Sin embargo, tanto ardor peruanista lo lanzó a enfrentarse a quien aspiraba a reunificar a Bolivia con el Perú. El resultado fue la derrota y su fusilamiento (heroico y romántico) dejó el nombre de Salaverry como símbolo de la renovación nacional. El otro que, poco después, despertó la misma inconformidad de la juventud, fue Manuel Ignacio de Vivanco Iturralde. Aristócrata, elegante, cultivado, su bandera fue «la regeneración», para que el poder lo ocuparan los capaces y los cultos. Fue eco del reformismo juvenil de Salaverry.

En el siglo XX siguen los rastros euskéricos en el Perú y cinco de sus presidentes llevan apellido vasco. Algunos con clara conciencia de su origen, otros no ignorantes de su raíz y uno sin la menor idea de quiénes fueron sus ancestros. Ellos fueron Nicolás de Piérola, a quien le constaba su origen navarro; Augusto B. Leguía, se sabía vasco por Leguía y por Salcedo; Manuel Odría, conocía hasta la cuna de su origen (Azpeitia) y en sus horas de ocio no se separaba de un trío de cantantes vascos; Fernando Belaúnde, no ignoraba sus raíces; y Juan Velasco, al parecer, desconocía su origen.
Se advierte por este resumen de los rastros vascos en el Perú que la emigración ha ido en descenso y, ahora último, no faltan retornos al próspero Euskadi.

Francisco «Paco» Igartua


Imagen de cabecera: Batalla de Ayacucho. De Martín Tovar y Tovar (1827 – 1902)

Batalla de Ayacucho. De Martín Tovar y Tovar (1827 – 1902)

Este artículo se recogió en la serie bicentenario de las independencias americanas, publicado en aboutbasquecountry.eus, en un proyecto de La Asociación Euskadi Munduan,  Limako Arantzazu Euzko Etxea, la Hermandad de Nuestra Señora de Aránzazu de Lima, y el Fondo Editorial de la Revista Oiga.

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